En la temprana infancia, al tiempo en que los niños adquieren capacidad de lenguaje, manejan y viven sus emociones en su máxima potencia, como adultos, tenemos que dejar que hablen de lo que les ocurre y sienten, ayudarlos a manejar sus emociones acompañando con palabras de aliento, entendimiento y escucha.
Los niños no nacen desobedientes ni caprichosos, sus conductas se constituyen en función de cómo reaccionamos frente a sus desobediencias y caprichos.
Aunque socialmente está asociado al reto, poner límites forma parte de la educación. Un límite es un borde. Determina una frontera que separa, por ejemplo: lo propio de lo ajeno, lo permitido de lo prohibido. Me gusta pensarlo como un continente que aloja, sostiene y protege, porque siempre debe estar centrado en las necesidades del niño, su protección y su cuidado.
“Entiendo que estas enojado y está bien, busquemos entre los dos qué podemos hacer para que se te pase el enojo”
El objetivo no debe ser que el niño sea obediente sino pensante y responsable. Por eso los adultos debemos actuar en consecuencia, de manera segura y constante. Los «No» deben ser pocos pero siempre los mismos y mantenerlos. Es bueno que cuando decimos un «No», habilitemos un «Sí». Siempre manteniendo el lugar de adultos, y aunque sea dificilísimo y no existan recetas: poder sostener el enojo sin enojarnos.